*Este texto se publicó originalmente en La Revista Ambulante 2021, de libre descarga aquí.
La primera imagen que se sigue al prólogo de Nũhũ Yãg Mũ Yõg Hãm: ¡Esta tierra es nuestra! (Isael Maxakali, Sueli Maxakali, Carolina Canguçu, Roberto Romero, 2020) es la de un hombre que camina rodeado por un capín alto y denso. No vemos su espalda, sino sus piernas que avanzan con destreza por dentro de la vegetación. Mientras el paso sigue hacia adelante, las hojas rozan la cámara, como si fuera necesario ponerse a la altura de los pies para, junto al hombre, pisar el suelo e inventar un sendero. Los ojos del espectador comparten la aventura de desbravar la tierra y hacer el camino al andar.
Ese ángulo inusual revela un principio de composición. En ¡Esta tierra es nuestra!, será necesario caminar para trazar un mapa. Los indígenas Tikmu’un/Maxakali recorren a pie el territorio que un día fue de ellos, y ahora es ocupado por los invasores blancos y sus bueyes. Mientras caminan, rememoran los días en los que todo ese espacio era su hogar, cantan en homenaje a los árboles abatidos para hacer pasto, alzan las voces en ristre para reivindicar su derecho a la tierra.
En la filmografía Maxakali, ¡Esta tierra es nuestra! es la película en la que más explícitamente se endereza a los espectadores blancos. Si en Yãmiyhex: as mulheres-espírito (Sueli Maxakali, Isael Maxakali, 2019) veíamos la integridad performática del ritual de las mujeres-espíritu, en una mezcla de ficción y documental que estaba radicalmente inmersa en la cosmología Tikmu’un y no hacía ninguna concesión a la mirada exterior, aquí vemos un panfleto abiertamente político, que se apropia de los códigos del cine militante para reivindicar el derecho a la tierra. Pero las marcas del cine de los Maxakali siguen fuertes: la frecuencia grave y misteriosa de los cantos que impregnan todo con su vibración sonora –presente desde Tatakox (2007)–, la cámara siempre en la mano, cercana a la respiración de los cuerpos y a la presencia de los espíritus –como en Mîmãnãm (2011)– y, sobre todo, una performatividad intensa y autoconsciente que es la base de todo este cine.
No será una casualidad que el gesto siempre retomado del filme será justamente ese momento en el que alguien apunta hacia un lugar que vemos, pero habla sobre algo que no vemos. Lo visible es un largo pasto vacío, aunque un día hubo allí una kuxex (casa de los cantos), lo que vemos es una ruta para autos que en el pasado era por donde caminaban los ancestros. El cuerpo ocupa el mismo espacio, mientras la mano apunta hacia lo invisible. Si los espíritus de los animales han sido destruidos por la invasión blanca, será la película la responsable por transfigurar ese espacio: lo que vemos es solamente un descampado propicio a la saña del capital pecuario, pero el habla de los chamanes y los cantos de los Tikmu’un reunidos son capaces de reencantar la tierra, al menos mientras la película sucede.
La contigüidad entre lo visible y lo invisible es la carne misma del filme. En el prólogo, imágenes de archivo producidas por los blancos sitúan al espectador en el territorio que un día perteneció a los Tikmu’un y en el proceso de su ocupación violenta por los invasores. Sin embargo, mientras vemos las evidencias históricas del desastre, una voz en lengua indígena encarna una manera de pensar que nada tiene que ver con los relatos cientificistas occidentales: los blancos se multiplican como abejas europeas y son bravos como las hormigas.
Reencantar el espacio, transfigurarlo, hasta el punto en el que sea necesario rastrillar el suelo para descubrir la tumba de un pariente muerto. O hasta que sea imprescindible escribir en una pizarra los nombres de los indígenas asesinados y los lugares en donde ocurrieron los crímenes, o marcar un muro con la frase-título de la película en lengua Maxakali. Transfigurar un espacio es también disputarlo físicamente, hasta que la energía cartográfica se transforme en disputa in situ por el territorio, y sea imperioso enfrentar a los capataces de los terratenientes con la cámara en la mano y la furia en la voz.
En el performance colectivo elaborado para la película, se trata de reescribir, con la cámara y con el micrófono, con la presencia y con la música, la historia y la geografía de esta tierra. Una cartografía, sí, pero una que se hace con el cuerpo: los pies, las manos, la respiración. “¡Antes escuchaba las canciones, pero ahora veo!”, dice uno de ellos. La tarea de la película será precisamente esta: convertir la energía de los cantos en vibración cinematográfica.
Victor Guimarães es crítico, programador y profesor radicado en Belo Horizonte, Brasil. Coeditor de la revista Cinética (Brasil) y columnista del sitio Con los Ojos Abiertos (Argentina). Ha colaborado en Senses of Cinema, La Fuga, Desistfilm, La Vida Útil y La Furia Umana. Actualmente es programador y miembro del comité de selección de FICValdivia y es el director artístico del FENDA.
Zacatecas 142-A, Roma Norte, Cuauhtémoc, C.P. 06700, Ciudad de México