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Diálogo por Mara Polgovsky y Rafael Guilhem ■  31 oct 2023
Luz para las sombras: diálogo sobre la obra de Eugenio Polgovsky

Este diálogo escrito forma parte del Cuaderno Ambulante, la publicación editorial de la decimoctava edición de Ambulante Gira de Documentales.


Rafael Guilhem / Puedo decir sin ambages que Eugenio Polgovsky es el documentalista mexicano más notable en lo que va del siglo XXI. Me gustaría que este intercambio escrito, si es que coincides con mi juicio, fuese una argumentación razonada de los porqués. Se trata en principio de un cineasta sutil y discreto en todo sentido de la palabra, lo que a efectos prácticos hoy definiríamos como alguien que hace cine motivado por la apertura sensible y no por los reconocimientos y luminarias que este acarrea. Su arte, en ese sentido, es semejante al crecimiento de la hierba: inseparable de lo que era su vida, en armonía con los parámetros y las formas justas de la realidad, impulsado por el simple deseo de reverdecer, él mismo junto a su entorno, y equipado apenas con lo necesario. Un cine solitario en el proceso de filmación —guiado por “la soledad como forma de penetrar en la realidad” (Juan L. Ortiz)—, pero también dedicado a cada solitario que somos todos: como si su secreto nos fuera compartido al oído. Tal intimidad en su quehacer siempre me impresionó, porque todas sus películas ocurren en espacios de una alteridad bastante significativa, la cual se redujo un poco en Mitote y por completo en Malintzin 17, cuyo material crudo tú orientaste con sosiego y exactitud. También me asombró enterarme hace algunos años, después de ver Los herederos, que Eugenio había estudiado en una escuela de cine: su obra siempre me pareció lo más antitético a los ademanes académicos y a ese corto entendimiento que tienen los programas educativos del cine como un medio grandilocuente y primordialmente técnico del que la observación y la imaginación son apéndices. A su vez, a pesar de su naturalidad y agudo instinto, las películas de Eugenio dan cuenta de un hombre en diálogo con el tiempo, a saber, con la tradición. Sus ascendientes, tanto en el plano estético como en el moral, van de Nicolás Echevarría a los realizadores del extinto Instituto Nacional Indigenista (INI) de los años setenta: Juan Francisco Urrusti, Sonia Fritz y muy especialmente Eduardo Maldonado, cuya incorporación de la música sacra a sus trabajos —lo que da espíritu y dimensión a sus estampas del paisaje, los oficios y la gente—, así como su retrato de los jornaleros, fueron absorbidos y continuados por Eugenio sin ningún tipo de manierismo. En modo más reticente hay algunos canales de conexión con Rubén Gámez o Teo Hernández —véase su Le Voyage au Méxique, de 1990, y compárese con Mitote—, específicamente el deslumbramiento por los varios haces plásticos y formales que convergen en la inenarrable cultura mexicana, ni qué decir de la impronta de Joris Ivens, Jean Rouch y Luis Buñuel. En suma, no conozco un documentalista mexicano que trabaje con tal conciencia y desenvoltura a un tiempo: en el eje horizontal —histórico y de la tradición— y en el vertical —la cualidad y sensibilidad para observar e iluminar zonas insospechadas de la realidad—.

Mara Polgovsky / Si bien me siento poco adecuada para hablar de mi hermano como un cineasta notable, me permitiría acompañarte en estas reflexiones pensándolo como un documentalista singular, cuya sensibilidad se imprime con fuerza en el espectador. Hay detrás de su mirada, quizás, mucha tradición, pero antes que ser un documentalista motivado por la cita o la autorreflexividad, se trata más bien, como señalas, de un ser renuente ante los lenguajes académicos y ante las proposiciones ya intelectualistas, ya comerciales. Para Eugenio hacer cine era una forma de estar con seres que le provocaban absoluta maravilla. Evitar que la cámara se convirtiera en un obstáculo significó incorporarla a su propio cuerpo, transformarla tanto en lente como en oído, ofrecerla a la luz para que ahí entrara toda la realidad a la que él rendía homenaje. Sus historias, sus encuadres, sus maneras de hilar el tiempo en el montaje están marcados por su propia experiencia y su forma —cálida y cercana— de situarse ante los otros. Es por esto que conocemos mucho de Eugenio, el ser, al ver sus películas. Casi siempre acompañada de una cámara, su existencia era, a su vez, una especie de película cotidiana, donde lo “ordinario” se abría a cada momento hacia la sorpresa, el espíritu, el horror y la belleza. De esto queda registro palpable en Malintzin 17, que podríamos llamar una antipelícula (en la tradición del antiarte) por su insistencia en la potencia de la observación y su rechazo a toda la parafernalia de la producción, los tecnicismos, los grandes presupuestos y los temas taquilleros. La película no cabe ahí donde el cine se entiende como un negocio o una industria —de hecho, y esto me parece un hecho significativo, a pesar de haberse estrenado en la competencia Tiger del Festival Internacional de Cine de Róterdam y haber viajado a innumerables festivales, sigue sin estrenarse en Estados Unidos, país donde, con escasas excepciones, la imagen cinematográfica es primero negocio y después arte o artesanía—. Es decir, el cine de Eugenio es un cine vulnerable, íntimo. Y a casi seis años de la muerte de mi hermano, consciente de los espacios donde aún pervive, no me queda duda de que este es un cine frágil, expuesto desproporcionadamente a la incomprensión y el olvido. Su diferencia yace, entre otras cosas, en una capacidad para explorar situaciones crudas, a veces brutales, sin “saber” de antemano lo que es la crudeza y suspender incluso la necesidad de juzgarla. Asimismo, hay algo abierto o indefinido en las películas de Eugenio que lo distingue de sus contemporáneos. Si siempre nos rompimos la cabeza escribiendo sus sinopsis es porque sus películas apelan más al tiempo vivido que a la narración; sus metodologías de trabajo respondían enteramente a la sorpresa, la belleza y la empatía, antes que a fórmulas efectivas de despertar emociones. Ver Los herederos es vivir Los herederos, pasar un rato con los niños, cultivar tomate, hacer alebrijes, sembrar maíz, cargar leña, sentir el calor de un horno quemando la piel de un niño, resbalarse en el lodo, perderse en las arrugas de una abuela, despertar al son de un gallo. De eso se trata, todos esos pedazos de realidad la constituyen, cada uno importa, ninguno es ejemplo o abstracción. Pocas cosas más ajenas a un documentalismo vampiresco (o extractivista), que ilustra o explica al tiempo que borra la singularidad de aquello que retrata.

Hay algo de todo esto que me refiere al Funes de Borges, pero el cine de Eugenio sí logra momentos de síntesis. Su manera de llegar a esta fue a través de la metáfora.

R. G. / Señalas un conjunto de paradojas que me parecen esenciales para aquilatar la obra de Eugenio. Coincido en que la cámara en sus películas evita a toda costa ser un obstáculo, y sin embargo para los espectadores es innegable la presencia de esta, a ratos tan delicada pero en otros tan extática: es arrebatada, va de arriba abajo, de izquierda a derecha, en círculos o en movimientos orgánicos como una caligrafía en el aire. El montaje tampoco teme exponer sus costuras, amanecer procedimientos tan variados como un corte tajante, planos en negro que equivalen a signos de puntuación o esas bellísimas disolvencias que funden elementos tan distantes como el cielo y la tierra en una imagen: un tipo de síntesis que, como bien dijiste, son metáforas, y que a su vez funciona como motivo estrictamente visual, lleno de texturas y colores, que son los placeres sensibles de los que el cine da cuenta. Después, tiene esas pausas entre tormentas que tanto deben a Yasujirō Ozu: respiros que hacen del cine ya no ilustración ni trasunto sino presencia. Probablemente —para amarrar todas estas coordenadas dispersas en el puerto que iluminaste con tu comentario y contestando a la paradoja de que el cine de Eugenio es de una hechura tan artesanal e íntima que la cámara no parece ser un obstáculo aun si su presencia es muy acentuada—, como bien dices, la cámara y Eugenio actuaban como uno mismo, por eso sus planos son filmados con tal fisicidad, colmados de baile, gravedad y piel. El montaje, por su parte, aporta el contrapunto ideal: un tipo de espíritu y liviandad.

El ritmo de sus películas es, como propones, el ritmo de su propia experiencia. Y aquí vale la pena detenerse: no es tanto una experiencia enclaustrada en el yo como una que contempla e incorpora lo otro de las personas, sus actividades y sus entornos. Ivens relató en su diario una anécdota a propósito de esto: se proponía filmar a un trabajador que cargaba mecánicamente bultos muy voluminosos. Como no encontraba el tono, la distancia ni el movimiento justos para hacerlo, decidió acercarse a cargar los bultos él mismo para tratar de comprender en carne propia lo que eso implicaba. Una vez que tuvo noción del movimiento del trabajador, la tuvo del suyo propio como cineasta. Hay una apertura, como apuntaste, que pertenece a cineastas como Eugenio o Ivens para los que la materia del cine no es el equipo tecnológico sino, efectivamente, el tiempo experimentado por uno mismo, por el otro y por ese cuadrivio que dibuja el cine entre los seres, los objetos, los fenómenos y los instrumentos técnicos.

Es por todo lo anterior que, si bien comparto contigo que el cine de Eugenio es frágil, encuentro en esa cualidad las razones que aseguran su perdurabilidad. Es cierto, no tiene todo el aparato ni la infraestructura comerciales e institucionales para mantenerlo en la palestra ni la agenda públicas, pero tiene la humanidad de un fuego que se transmite a lo largo del tiempo —así como él lo hizo con sus antecesores, cuyos gestos prolongó y discutió—, y sobre todo tiene algo que ya resaltaste y es difícil de encontrar en un cineasta de la era digital: singularidad.

M. P. / Celebro tu apunte en torno a las cualidades dérmicas del cine de Eugenio. Pensar su trabajo desde el tacto y no exclusivamente desde la mirada me lleva a recordar la manera en que sus películas exploran pausadamente territorios de experiencia sin apresurarse a formar o transmitir ideas ya constituidas, como lo haría el ojo que —como denuncian Georges Bataille, Salvador Dalí, Luis Buñuel— mira desde lejos. Tocar es perderse, es poner la piel, es ser tocado. Y la caricia es un gesto sin rumbo fijo (Emmanuel Levinas). La cámara de Eugenio acaricia a sus personajes. Pensemos, por ejemplo, en la escena hacia el final de Trópico de Cáncer donde el rostro de una mujer abarca la pantalla entera, buscando así colapsar la distancia entre quien mira y quien es mirado. Este acercamiento al mundo desde y hacia la piel explica también las cualidades extáticas que señalas —perceptibles con fuerza en Mitote, en las escenas de caza en Trópico y en la danza final de Los herederos—. Para Eugenio el tripié era más un instrumento ligado al voyeur que al tipo de documentalismo que tanto él como Ivens encarnan: el del cineasta que abandona la silla para cargar la leña. Hablas también de planos que delatan su propia gravedad. Aquí me gustaría abandonar un poco la discusión de la coreografía de las imágenes, jugar con el lenguaje y fugarme hacia las temáticas, graves, de las que habló siempre con sus películas. No cabe duda de que detrás de la forma, estéticamente contundente, de sus trabajos hay preocupaciones tangibles. La primera motivación que lo llevó a filmar Los herederos fue la imagen de un niño arrollado por un tractor al pie de un sembradío. Resurrección es un documento histórico de la muerte de un río. Malintzin 17 ahonda en la fragilidad de la vida no humana en la selva urbana. Estas películas duelen, queman. De ahí también que funcione la imagen del fuego que propones. Este cine importa no solo por sus cualidades formales o costura poética, sino porque dice cosas graves, ninguna coyuntural, ninguna maniquea. Y eso que dice aún no ha sido escuchado, porque los niños siguen siendo arrollados al pie de los sembradíos y los ríos, el río, mueren cada vez con más violencia. De ahí entonces que este fuego perviva, más como veladora que como incendio.

Tengo la certeza de que aquello que llevó a Eugenio a hacer sus documentales fue un involucramiento profundo y muchas veces angustiante con los seres y temáticas que los motivaban, antes que un deseo de ser celebrado o recordado. Las celebraciones llegaron a veces, otras no. Con excepción de Resurrección, ninguna de las películas que hizo en vida recibieron apoyos de producción. Y aún así, cada una implicó meses de encierro hasta terminarlas. Cada secuencia de edición podía tomarle días; trataba de encontrar los ritmos de la dignidad, ir tejiendo el tiempo de manera conjunta entre él y los seres retratados. Surge así un cine personal que no se ahoga en el yo, un trabajo dialógico que se desenvuelve en el silencio.

R. G. / Tengo la misma certeza, y en ese sentido podremos convenir en que el estilo formal de sus películas no es un viso encantado consigo mismo. Para un cineasta como Eugenio, me parece, la honestidad ante las causas y los mundos tangenciales sobre los que se volcó no puede ser concebida sin una honestidad paralela ante los problemas del lenguaje cinematográfico. Una y otra forman parte del mismo impulso. Siempre que puedo recuerdo este adagio de Roberto Juarroz del que las grandes obras no escapan: “La realidad se descubre inventándola”. La práctica documental de Eugenio bebió sin excepción de esa hermosa paradoja en que el cine, lejos de retratar a las personas y las cosas como un recuento de registros que coleccionar, organiza la realidad sensible de tal modo que pueda iluminarse desde un ángulo inédito; la precisión en las formas creadas es la precisión en las temáticas encontradas, capturadas y transmitidas. No es una tarea baladí, pues, si me preguntas, las carencias del documental mexicano de este siglo residen en lo poco que los cineastas están dispuestos a dar de sí y lo mucho que esperan recibir. Cuando decimos que Eugenio vislumbró en el cine un punto de encuentro y proximidad con entornos y situaciones que de otro modo permanecerían lejanos, nos referimos a ese tipo de implicación: inteligencia, compromiso, apertura, intuición y paciencia. Sus películas dejan testimonio del equilibrio detrás y delante de la cámara, de la prolongación de uno en el otro. En tu enumeración de algunas causas alrededor de las que gravitan las películas de Eugenio hay un hilo conductor: la precariedad, el desvanecimiento, la agonía. Tan frágiles son los ríos que palidecen por los desechos tóxicos de las empresas y las condiciones de trabajo de los niños en el campo, como tan cauta es la aproximación de Eugenio a quienes sufren con estas asimetrías. Eugenio filmó con un gesto desesperado aquello que, por el daño ejercido, por la simple fugacidad de la vida o porque estaba aislado en el tiempo y el espacio, corría el riesgo de desaparecer. Me imagino la figura de un hombrecillo enfrentándose al arrasador avance de la magnitud temporal, recogiendo con su cámara, cual caña de pescar, los posos que deja la vida a su paso. Y aun de entre toda la penumbra que testificó, siempre se preocupó por alcanzar los breves momentos de beatitud: en una sonrisa, en un placer, en un aprendizaje. Lo que siempre intentó, y logró, fue esclarecer las formas entre la neblina; enaltecer, como dices, lo importante y señalar a su vez aquello que amenaza eso importante. Su cine es una firme lucha por la belleza, entendida como todo lo que no se puede conquistar, dominar ni someter.

M. P. / No deja de ser brutal que el cineasta haya también desaparecido. Los rastros que ha dejado son las huellas que él mismo recogió sobre la desaparición de otros seres. Parecemos atrapados en una cinta de Moebius: presenciamos un juego de sombras que se envuelven entre ellas. La labor que me toca, que nos toca, es crear fuentes de luz para que no se pierda todo en la penumbra. Luz para el ejercicio de la observación; luz para el silencio, la memoria; luz para las infancias olvidadas, los ancianos, los pájaros, los ríos enterrados en espuma; luz para las cámaras curiosas, las capas de historia que nos constituyen, los “maestros ignorantes”, los árboles que no sabemos escalar, los temas que no están de moda, el montaje arriesgado; luz para las máscaras, los pies que bailan; luz para las niñas que esperan su cena mientras comen sus hermanos, la puntería de Gamaliel (personaje de Trópico de Cáncer); luz para el caminar de Lupita (personaje de Resurrección) y para el cementerio virtual que han creado Enrique y Graciela (también de Resurrección); luz para los padres que dialogan con sus hijas, las estrellas de mar que se nos escapan de las manos. Luz para que haya miradas que queman y acarician, veladoras que cobijen esperanza. Luz para las sombras. Y un réquiem para nuestros muertos.

Fotografía de Camille Tauss

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